sábado, 26 de septiembre de 2015

A veces no valoro

...las sencillas cosas que rodean mi vida.

A veces no valoro los días de lluvia. Hasta que vivo uno, hasta que veo correr las gotas de agua en el trasluz del poste de luz de la calle.
A veces no valoro vivir en frente de La Cañada, una de las "maravillas" de la ciudad de Córdoba. A veces creo normal y cotidiano el hecho de mirar por la ventana y ver un arroyo correr, en el medio de la ciudad. Como si eso se viera todos los días.
A veces no valoro los abrazos de mi mamá. Esos abrazos que te llenan el alma, completan una parte extraña de tu ser que hacía meses que no se sentía viva. Esos que deseas que duren mucho tiempo, que no son incómodos, al contrario, conectan lazos que estaban perdidos, o mejor dicho "dormidos", entre tantos kilómetros de distancia y tantas vidas separadas por aquello que llamamos "el quehacer cotidiano" y nos demanda tanta atención. Ese abrazo de mi mamá que únicamente ella me puede dar, de esa forma tan particular... tan "madre": rodeando fuerte mi cintura con sus brazos, balanceando su cuerpo como si eso fuera un arrorró para una niña ya crecida, ya grande, pero niña al fin. Y es así como me siento.
A veces no valoro un beso. Y no hablo de un simple beso. Ese beso que sale del alma, ese que se da cuando el corazón pide transmitir un poco de ese amor que siente porque sino lo hace, explotaría. Esos que comienzan con sus manos en tus mejillas, esos que exigen que tus ojos se cierren solos, sin fuerza alguna, sólo impulso. De alguna forma, esos besos hacen que recuperes eso que poco a poco nuestro mundo acelerado nos quita. Energías, aliento... quisiera llamarle a eso vida. 
A veces no valoro estar sola en una ciudad enorme. Gigante. Toda por descubrir. Toda para mí.
A veces no valoro haber crecido, poder decidir, poder elegir aventurarme. Tanto tiempo de niña pensando un "cuando sea grande quiero ser..." y pudiendo poder, no soy. No es que no quiera ser, solo soy sin ser aquello que mi niña me grita en el fondo del corazón. Ella quería ser libre, sin ataduras. ¿Lo soy? ¿Las tengo? ¿Las quiero tener?
A veces no valoro las compañías cuando las tengo. Y a veces me hacen falta cuando no están. Aquellas compañías que son como rompecabezas, que encajan entre sí, no importa cuánto se deformen, condicionen o amolden la piezas. Hablo de compañías como las amistades duraderas, como aquellas que se transforman en hermandades. Hablo de esas noches enteras de risas y palabras sinceras que provienen directamente de la profunda existencia verdadera de cada uno, de cada integrante de ese rompecabezas que decide incluir en la vida de cada uno momentos compartidos con aquellos pares, aunque sean más impares que pares.
A veces no valoro mis raíces. Y cuando hablo de mis raíces me refiero a aquel lugar al que pertenezco. De dónde vengo. Quién soy. A veces veo campos de girasoles y me teletransporto a esos cielos de colores que tanto definen la provincia donde mi mamá me dio a luz. Tan simple... tan bella. Pienso en esos vientos secos cálidos de verano, que me despeinan, esos que hacían mover los molinos que veía pasar en la ruta cuando viajábamos con mi familia a un pueblo cercano de mi ciudad, tal vez para visitar parientes. Recuerdo cuando los contaba, cuando practicaba los números con entusiasmo con papá o mamá, esperando ansiosa cada vez que un molino surgía del horizonte.
Horizontes. A veces no valoro mis horizontes. Los que provienen de donde vengo, de donde soy.  No hay nada que me haga sentir más viva que ver un horizonte, que ver el sol esconderse en mi horizonte, en mi tierra. De sólo pensarlo cierro mis ojos y sonrío. Estoy ahí, viendo cómo el cielo se torna anaranjado cuando el sol empieza a tocar aquellas líneas.

A veces no valoro muchas cosas. Pero no vivo pensando en que no lo hago. Comienzo a valorarlas cuando las veo.
No hablo de mirar, sino de ver... sentir. Comienzo a valorar la lluvia cuando me dirijo hacia mi casa, una noche fría de sábado, y segundos antes de entrar a mi edificio veo caer algunas gotas desordenadas. Al entrar, abro mis ventanas y extiendo mis brazos con mis palmas abiertas. Cierro los ojos. Siento pequeñas presiones heladas de aquellas diminutas bolitas de agua que rocían la calle de a poco. Cada vez que siento una tocar mi mano, sonrío. Me hace sentir viva.
Miro cómo aumenta el ritmo de la lluvia, observo cómo La Cañada comienza a crecer. Y ahí lo veo: desde lo oscuro de la noche, las calles mojadas resaltan con su brillo el curso del agua que veo frente a mis ojos. Y pienso cuánto se parece a esas fotos que tanto busco en Internet, cada vez que me encierro en mi casa, y sentada en mi silla mordiendo con ansiedad mis uñas, navego proyectando estar en lugares soñados, cuando no puedo mirar hacia un costado y soñar con lo que puedo ver por mi ventana.
Y ahí es donde recuerdo cuando miraba hacia la ventana, mientras llovía, con una compañía. No con las compañías que son como "hermandades", hablo de aquellas compañías que no se comparten con otras. Esas que son sólo un "nosotros". Hablo de las que son perfectas para lograr ese beso que describí en mis líneas anteriores. Ese beso que una vez logré, y que probablemente no valoré. Y cuando comprendo ese tiempo pasado, una melancolía empapa mis ojos. Y es ahí cuando valoro los abrazos de aquella mujer que me vio crecer, que me crió. Y los valoro, porque no los tengo. Y a su vez, valoro mis compañías-hermandades. Las valoro porque recuerdo esas noches de diciembre tan libres, tan simples, donde salíamos a bailar a esas fiestas en el medio del campo donde la música es mala porque se disipa por el aire y la bebida escasea, pero el escenario es el mejor del mundo... de mi mundo. Así, extraño ese mundo mío, con sus colores, sus aromas y sus girasoles en flor. Adoro a la distancia los rayos del sol que queman mi piel dorada en verano, y mis horizontes, mis tierras, mis molinos negros dibujando curvas en aquellas rectas que forman mis llanuras. Extraño eso que me hace ser... como cuando era niña y deseaba ser grande.

A veces no valoro. A veces sólo no lo hago. Pero lo comprendo cuando lo veo, cuando lo siento. Tal vez cuando lo tengo y hacía mucho tiempo que lo esperaba, como la lluvia, o cuando esta última me recuerda lo que no tengo, y me hace desearlo.
Y cuando lo veo, y cuando lo siento, lo valoro.
Valoro aquello que no valoro.

Y eso me hace sentir viva.

there's so much beauty in the rain.

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